viernes, 2 de mayo de 2014

Paul McCartney en Costa Rica: la muy chiva tafies Beatle (y un par de recuerdos miserables)


Na, na, na na na na...

A inicios de la década de los 90, Paul McCartney tenía tomadas por asalto las radioemisoras costarricenses con un temazo: Hope of Deliverance. En ese entonces yo, un colegial, tenía apenas nociones básicas sobre su grandeza y mucho era lo que me quedaba por aprender de él, de vivir con él. Sin embargo, mientras aquella pegajosa tonada sonaba hasta el cansancio en Radio Uno, algo sí estaba muy claro en mí con respecto a Paul: nunca lo vería en concierto.

Aún a la luz del disparado crecimiento del negocio del entretenimiento en vivo en Costa Rica en la última década la presentación de McCartney por acá era una utopía, siempre lo fue, y era casi ridículo imaginársela... hasta que sucedió. ¿Cómo fue que la noche del 1° de mayo del 2014 terminé con la garganta hecha tiras y las palmas ardiendo, a menos de 100 metros de Paul? La verdad aún no lo tengo claro... no quiero tenerlo claro.

Solo el hecho de ver al más prolífico de los Beatles es suficiente para que aquel show se dispare en el top 5 personal de cualquier fiebrazo de la música. Pero, si además de eso, el bendito Paul va y se raja con un concierto perfecto, extenso, de sonido inmejorable, de montaje de primer mundo, con un repertorio que parecía curado por el más enfermazo de sus fans, pues no hay pierde. Maldito Paul McCartney, nos la partiste a todos.

Eso sí, por favor, antes de entrar en materia musical pido el espacio para mi descargo, sacándome del buche dos tragos amargos ligados al concierto y que, desde luego, nada tienen que ver con el músico inglés.

El extraño casos de las zonas rebautizadas

Cuando meses atrás empezó la preventa de los boletos para ver a Paul mi primera reacción fue de prudencia... o más bien de resistencia, pues las entradas me parecieron ridículamente caras para la mayoría de las localidades. Estoy claro que un concierto de McCartney en cualquier país europeo o en Norteamérica costaría igual o más de lo que Ocesa se dejó cobrar acá pero igual me entró rabia.

Al final me tragué el orgullo y compré, junto a varios familiares, entradas para sombra oeste, en la parte alta de la gradería, bloque O17. Cada boleto nos costó ¢120.000, más cargos. No sé ustedes pero eso para mí es plata.

Semanas después, cuando el furor de la venta inicial ya se había asentado, Ocesa empezó a ofrecer "nuevas" localidades, a precios más módicos. Curioso revisé en qué consistían y noté que no se trataba de nuevas zonas (porque eso implicaría habilitar segmentos que antes no se habían ofrecido), sino que la producción rebautizó espacios ya existentes y los vendió a un precio mucho menor. Así, mi bloque O17 pasó a formar parte de algo llamado Sombra Oeste Roja.

Sin ser experto en temas de consumidor desde el inicio sentí que aquella movida era incorrecta: no se trataba de una promoción (si algo costaba ayer 1000 y hoy pasa a 500 ni modo); que lejos de premiar, más bien se castigaba al cliente entusiasta y al que respondía a la preventa, y que se le restaba valor al bien que uno ya había adquirido.

No sé si fui el único en plantear el reclamo respectivo (lo dudo, pues el rebautizo se hizo también en sectores preferenciales de la gramilla y en parte del primer nivel de las graderías este y oeste) y le reconozco al equipo de Credomatic (operador de la tiquetera Eticket) su profesionalismo y seguimiento. De Ocesa lo único que recibí fue un lacónico mensaje vía Facebook en el que se me aseguraba que las "nuevas" entradas no tendrían la misma visibilidad (lo cual no fue cierto pues se trataba del mismo bloque de asientos).

Al final Credomatic me informó que tras revisar el caso se me reintegraría la diferencia de precios, con lo que terminamos pagando el precio justo por el asiento, que fue la mitad de lo desembolsado originalmente. Solucionar esto me tomó semanas y finalmente creí que ya podría ir en paz al concierto, pues teníamos nuestros asientos.

Solo que no los teníamos.




El ridículo caso de los asientos confusos

Voy manejando hacia La Sabana, con la emoción saltándome por los poros. Falta hora y media para el inicio del concierto (no hay necesidad de correr, dado que nuestros asientos son numerados). Una amiga me llama y me dice que hay un enredo con las ubicaciones, que en la gradería oeste a la gente la están moviendo, que lleva una hora de hacer fila para que le indiquen dónde debe sentarse.

Me entra una mala espina.

Ya dentro del estadio confirmo mis temores: nuestros asientos numerados están ocupados por otras personas, desplazadas desde las zonas que se cerraron sin previo aviso. Hablamos con ellos y ninguno se levanta, con toda razón, pues no tienen dónde sentarse. Sin saber qué hacer acudimos a los de "camisa verde" que acomodan y orientan a los espectadores. Y empieza el mierdero.

Una hora después, con Paul ya estirando los dedos, seguimos sin asientos. Cuatro "camisas verdes" distintos nos pidieron nuestros boletos "para ver qué se puede hacer" mientras, entre congojas, nos explican que no es culpa de ellos. "Dicen que esas zonas que cerraron fue porque se vendieron pocos de esos boletos", me explica uno de ellos y dado que fue la única versión que recibí de parte de alguien ligeramente ligado a la organización, pues no me quedó otra que creerle. Hartos buscamos dónde ubicarnos y dispusimos de unos bellos, cómodos y desocupados sillones de cuero gris, en el balcón oeste. No pocas veces los "camisas verdes" llegaron a advertirnos que no nos podíamos sentarnos ahí ("esos asientos son de Laura Chinchilla", "a ustedes los van a sacar con seguridad", nos dijeron), siempre sin darnos solución al problema obvio: nuestros verdaderos espacios estaban ocupados.

Al final no llegó Laura ni la seguridad y disfrutamos el concierto en unos asientos mucho más cómodos y costosos que aquellos por los que habíamos pagado (al igual que pasó en otras áreas del Nacional, donde mucha gente tuvo luz verde para transferirse a mejores ubicaciones). Sin embargo, nada justificaba la hora previa de colerones, discutidera y advertencias con personal que, para su desgracia, nada tenía que ver con aquel desmadre. Al que metió la pata nunca lo vimos y pagaron justos por chambones.

Live and Let Die

No voy a proclamarme a estas alturas un beatlemaniático de esos bravos, honor que le queda a buenos amigos como Arnoldo Rivera o Inti Picado. Los Beatles es una banda que, al igual que mucha gente de mi edad, conocí primero por los covers que otros grabaron de ellos y fue luego que me devolví a los orígenes de la semilla, ahí donde se produjo la magia.

Sin proponérmelo, el último año me puso en una posición de envidia para cualquier fan de los Beatles, primero cuando en setiembre del 2013 un viaje inesperado a Las Vegas coincidió con la presentación de Ringo Starr en esa ciudad. Está de más decir que salté a la oportunidad y estimo que fui el más "joven" entre centenares de alegres veteranos que la pasaron de lo lindo con el jocoso y talentoso baterista y cantautor de Liverpool.

Hace un par de semanas, por legítima cadena de coincidencias, la entrevista que McCartney brindó a La Nación me correspondió a mí ejecutarla. Y sí, rajaré toda la vida de que Paul me dedicó 20 minutos de su vida, vía telefónica, que me saludó por mi nombre y que antes de cumplir los 40 años vi en directo a los dos Beatles que quedan con vida. Oh, sí.




Con semejante carga emocional fue como llegué a la noche del 1° de mayo. No voy a hacer una crónica del concierto, pues para eso ya está el excelente ejercicio que publicó hoy mi compañero Alessandro Solís en La Nación. Sin embargo, sí tengo mis apuntes.

Para mí, los dos momentos cumbres de la noche no salen del legado Beatle, sino de lo que Paul hizo una vez que LA banda se había separado. Band on the Run es por mucho mi canción predilecta de McCartney y cientos han sido las veces que me desgalillé con su coro, ya fuera con la radio del carro, el walkman o un iPod. Y sí, casi lloro, casi me orino cuando me hice uno con Paul para entonar aquel coro, y subí la voz con él. Ya ahí perdí cualquier rastro de compostura que me quedara.

Lo otro fue Live and Let Die. ¿Qué fue aquello? ¡Maldita salvajada! Y sí, impresionante la pirotecnia, las llamas, la locura visual pero nada comparado a lo musical. El "So live and let DIEEEEE" fue gritado, no cantado por el Nacional, en el momento de rock and roll más crudo de la noche. McCartney nos tiró al suelo, nos pateó, nos puso de pie y siguió aporreándonos sin piedad.

Helter Skelter fue pura mala actitud, puro enjache, rock del más sucio y busca pleitos que he escuchado en mi vida; Blackbird me sacó las lágrimas; We Can Work it Out me inyectó una sobredosis de optimismo y las canciones nuevas se ganaron todo mi respeto, muy en especial la aplanadora Queenie Eye.

Y con el recuerdo de Linda, John y George todos los corazones se hicieron pedazos.

Qué tipazo ese Paul

Hay músicos con derecho a jugar de vivos... y Paul McCartney. Este señor bien podría limitarse a cantar sus canciones, no saludar al público y aún así la gente lo amaría. Pero no, él tiene que ser diferente, tiene que ser un caballero inglés.

Al escuchar a McCartney haciendo un esfuerzo que va más allá de lo básico para conectarse con su audiencia no puedo dejar de pensar en otros músicos con menos atestados, como el caso del decepcionante Anthony Kiedis, de los Red Hot Chili Peppers (petulante es poco). Por eso es que pesa aún más el que McCartney quiera hablar todo el concierto en español, en que se ría del aterrizaje de un atrevido abejón sobre él, en que se deje bañar de aplausos, en que haga muecas, en que vacile con su banda (¡Abe Laboriel es un animal!), el que salude a los de la gradería más lejana, el que cuente anécdotas, en que sea didáctico con información sobre canciones ya universales, el que sude, el que se agote, el que se olvide que tiene más de 70 años y sacuda el bajo como si fuera un adolescente de Liverpool, el que se divierta y nos comparta su diversión.

Hoy estamos todos de acuerdo en que se trató del mejor concierto de nuestras vidas. Y no es cuento, no es hablada de fiebre enloquecido por la emoción... ¡para nada! Paul McCartney nos trató como trata a las audiencias de su Inglaterra natal, con un concierto a la altura de su protagonista.

Fue una noche chiva, aquello fue una tafies. En esas palabras. Y no lo digo yo. Lo dijo él.