miércoles, 2 de febrero de 2011

El curioso caso del Dr. Watson


Lo admito: hasta hace unas semanas no sabía quién era el Dr. James D. Watson y si el martes pasado fui testigo de la extraña historia –a la tica– que se tejió a su alrededor, fue porque por motivos de trabajo me contaba entre los centenares que esa tarde se apelotaron y sudaron en el auditorio de la Ciudad de la Investigación, de la Universidad de Costa Rica.

Ganador del premio Nobel de fisiología en 1962 por ser uno de los descubridores de la estructura del ADN, el científico estadounidense es una eminencia en su campo y, a juzgar por el fervor con el que aquella marea de estudiantes de ciencias exactas abarrotó el auditorio, también se le puede considerar una celebridad, casi que el equivalente a una estrella de rock dentro del ámbito académico.

Pareciera, sin embargo, que no todos en la UCR estaban tan al tanto de la visita del doctor, siendo sin duda los miembros del Consejo Universitario los más desinformados de todos. Solo así se explica que el máximo órgano de esa casa de estudios emitiera directrices en contra de la conferencia de Watson el mismo día de la actividad, con la gente ya haciendo una larga fila en las afueras del recinto.

Watson es un claro ejemplo de que un gran cerebro no siempre es reflejo de la mejor personalidad. El octogenario doctor no solo es célebre por sus descubrimientos, sino también por sus polémicas declaraciones, entre las que se cuentan alegatos sobre las diferencias entre el cerebro de las personas blancas y negras o la posibilidad de que una madre aborte si se logra comprobar genéticamente, durante el embarazo, que su hijo será gay. Sí, toda una joyita.

Abrir la boca para disparar semejantes teorías le valió en su momento el rechazo de la comunidad científica y Watson se disculpó en reiteradas ocasiones por sus exabruptos. Aún así, su agenda de conferencias sigue llena y sus exposiciones son apreciadas en cualquier lugar del orbe. Por eso, muchos celebraron cuando se supo que la UCR traería al científico para que hablara ante quien quisiera oírlo.

Desde hace tres semanas su visita fue noticia y mucho se dijo sobre sus atestados, incluyendo lo bueno y lo malo. Sin embargo, el Consejo Universitario pareciera que descubrió el pasado polémico de Watson cuando ya el señor estaba aquí, en sus propias narices. Y entonces se dio una tragicomedia difícil de explicar.

El Consejo ordenó echar abajo la presentación del científico a pocas horas de que subiera al estrado. Y, para cumplir la orden, la UCR emprendió acciones que fueron de lo ridículo a lo inaudito. Entre lo primero se tiene que se cerrara el acceso vehicular a la Ciudad de la Investigación, lo que dejó puerta afuera a la Ministra de Ciencia y Tecnología, entre otros invitados, y obligó a los organizadores a ingeniárselas para camuflar al expositor por accesos no vigilados.

Como la conferencia empezó de todos modos, se ordenó a los técnicos de telecomunicaciones de la UCR el suspender el enlace de Internet facilitado por la casa de estudios para que La Nación transmitiera vía web la actividad. Así, de cañazo, se mutiló la posibilidad de que quienes no estaban en el auditio pudieran seguir en directo las palabras de Watson, muy a tono con las directrices de censura e incomunicación que vemos estos días en Egipto.

Sin embargo, la estampa más ridícula de aquella absurda tarde se dio cuando unos 10 oficiales de seguridad universitarios llegaron al auditorio, con la orden de suspender la conferencia y despachar a los cientos de asistentes. La presencia de aquel contingente me recordó un episodio no muy lejano en la que otros oficiales ingresaron a la casa de estudios, en un operativo que fue denunciado por el alma mater como el non plus ultra del irrespeto. Pues bien, este martes fue la seguridad celeste la que casi provoca un bochinche, pues es lógico que 500 personas tendrían algo que decir cuando se vieran desalojadas de una actividad académica y pacífica por los vigilantes.

Al final tanta payasada fue innecesaria y la conferencia terminó sin mayores incidentes. Sin embargo, no se pudo evitar la mala vibra generada por un intento de censura emitido por las cabezas de una institución donde, se supone, sí se puede ejercer la libertad de expresión y pensamiento. Nunca creí que vería el día en que la Universidad de Costa Rica se esforzara tanto por cerrarle la boca a alguien por no compartir sus ideas.

La U es sinónimo de diversidad, de debate, de encuentros y desencuentros. Durante mis años de carrera ahí escuché a muchos profesores, empleados y estudiantes cuyos planteamientos eran –desde mi punto de vista– enfermizos, descabellados o, cuando menos, patéticos. Sin embargo, nunca esperé que por ello la administración universitaria los fuera a callar o bien taparme a mí los oídos para no escuchar aquellas peroratas.

Creo que quienes quedaron mal con todo esto fueron los señores del Consejo Universitario, pues demostraron poca visión y las órdenes giradas en aquellas horas de impericia fueron tan torpes como absurdas y, cuidado y no, incluso tan intolerantes como las ideas absolutamente repudiables que en su momento dijo el Dr. Watson.

Todo esto lo supimos quienes estábamos, de un modo u otro, relacionados con el andamiaje del evento. La gente dentro del auditorio si se enteró fue por los twits externos de quienes seguían el culebrón pero vale decir que la mayoría de los asistentes se concentraron en las palabras del científico, cuya charla fue amena, básica como para ser entendida por un periodista como yo y, ante todo, inofensiva.

Me gustó (y sorprendió) ver al final la reacción de la concurrencia, jóvenes en su mayoría, que se avalanzó sobre Watson para poder tener un contacto más cercano con él. El doctor tomó asiento y se dedicó por más de 30 minutos a posar para fotos y firmar libros y hojas de cuaderno para una muchachada feliz, tan entusiasmada con su presencia como las adolescentes que idolatraban a Reny y René. Fue el momento Sheldon Cooper del día.

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